martes, junio 14, 2011

El árbol maldito

Eran los tiempos en que todavía había gorriones que nos despertaban en la mañana y tordos que paseaban en las plazas.
Por aquellos días vivía en una de las casitas del barrio Juan con sus papás. Era una casa pequeña pero cómoda, que se cobijaba del clima debajo de un gran plátano. El árbol maldito.
Así era como la viejecita de los perros había bautizado al plátano que cuidaba la casa de Juan: el árbol maldito.
Ella no sabía porqué, pero era una realidad que desde hacía tiempo su cuzquito blanco se resistía a pasar por la cercanía del plátano durante su paseo diario.
En realidad nadie sabía porqué. Pero lo cierto es que cuando el cuzco llegaba a la vista del plátano se paralizaba, se negaba a seguir avanzando y de inmediato empezaba a tirar de la correa procurando ir por otros rumbos. Cualquier rumbo que no pasara por el costado del plátano; y si lo llevaba lejos de ese lugar, mejor.
La verdad la sabían solamente el cuzquito y, por supuesto, el plátano.
Ocurrió que por mucho tiempo el plátano había cuidado la casita donde ahora vivía Juan. Con sus ramas la reparaba de la inclemencia de las lluvias, de las heladas en el invierno y del fuerte sol en el verano.
Cuando Juan nació y llegó a la casa, el viejo plátano se enterneció y redobló sus cuidados. En las noches de viento acariciaba la casita para arrullar al niño que dormía, en el invierno tapizaba con sus hojas el piso para proteger a Juan de las caídas y darle un juguete de temporada.
Juan esperaba con ansias el otoño para cazar las hojas en sus caídas y jugar a abrir canales en el río de hojas, a las patadas. Pero eta situación se complicó cuando llegó al barrio la viejita de los perros.
La viejecita de esta historia sacaba a pasear sus perritos todos los días, y tenía muchos. Con el cuzquito blanco había elegido una ruta que pasaba exactamente en el espacio entre el plátano y la casa de Juan.
Esto no era un problema. El problema era que el cuzco había elegido ese preciso lugar para, todos los días, hacer sus necesidades. Y entonces todo se volvió gris, o mejor dicho, un verde putrefacto.
Durante el verano el calor hacía que el olor frente a la casa de Juan fuera insoportable. El plátano se esmeraba en refrescar todo lo posible el lugar para que hubiera menos olor, pero todo era infructuoso. Peor fue cuando llegó el otoño. Al principio el plátano creyó que cubriendo la miseria del cuzco con sus hojas ya no habría olor. Y fue cierto, pero se complicaba porque Juan y su mamá no podían ver los "regalitos" que dejaba el cuzco y entonces los pisaban y llevaban el mal olor al interior de la casita.
Pero el límite llegó el día del incidente.
Era otoño y como siempre el plátano se esforzaba en cubrir la suciedad con sus hojas doradas y crujientes. Juan y su mamá habían salido a hacer compras y volvían conversando y jugando como siempre. Juan se desprendió de su mamá y al grito de "¡llego primero!" comenzó a correr hacia la casita. Pero con tanta mala suerte que cuando casi llegaba a la puerta tropezó y cayó al piso.
Como siempre el colchón de hojas lo protegió y evitó que se lastimara; y Juan se levantó sonriente. Pero cuando miró sus manos... estaban impregnadas de los desechos del protegido de la viejita de los perros.
Juan al principio no entendía mucho. Después se olió y comprendió.
La mamá de Juan primero corrió pensando que se había lastimado y después lo tomó de las manos y se las mantenía altas para que no tocara nada. Con destreza de mamá abrió la puerta mientras controlaba las manos hediondas de Juan, y entraron mientras le decía "¡¿cuántas veces te tengo que decir que no corras?!".
Este fue el punto de no retorno para el plátano. Podía aceptar la incomodidad y el mal olor. Todo sea por la convivencia. Pero esto no. Esto pasaba el límite. Tenía que hacer algo.
Y el momento llegó.
Al día siguiente, como todos las mañanas, la viejita de los perros sacó a pasear al cuzco blanco. Como todos los días la bestia pestilente eligió el camino que conducía por la casa de Juan. Siempre fiel a su mal hábito, cuando llegó a las proximidades del plátano el perro se puso cómodo par hacer sus necesidades; y como siempre, su dueña distraída, miraba hacia otro lado.
En ese preciso momento, mientras el perro se concentraba en su tarea putrefacta y su dueña estaba mirando hacia otro lado, nuestro álamo, con su rama más tierna y flexible trazó una rápida curva que terminó con un estallido sordo en el lomo del molesto depositor.
La viejita de los perros escuchó el chasquido, se dio vuelta y nunca supo qué había pasado.
Pero el cuzco sintió que su lomo estallaba, picaba y dolía sin saber porqué. El golpe lo sobresaltó e interrumpió en su rito diario, pero mucho peor era el recuerdo doliente que llevaba en su lomo.
No supo con certeza qué había pasado, ni entendía bien el porqué; pero en ese mismo momento decidió que ese no era buen lugar para mantener su baño naturista y que debía buscar otro rápidamente pues tenía una necesidad pendiente de satisfacción.
Así que optó por gritar y aullar para descargar el sobresalto y el dolor, y salir corriendo desesperado para alejarse del álamo en busca de otros espacios que ensuciar. En su carrera arrastró a su dueña que trastabilló detrás de él y desde ese punto nunca más pasó por allí.
Desde ese día la vereda de la casa de Juan recuperó el encanto de otros tiempos, y Juan y su familia volvieron a disfrutar del cobijo del plátano; que para ellos y muchos más, no tenía nada de maldito.

Etiquetas: